martes, 20 de marzo de 2012

un año y contando.

Mi papá murió el lunes 7 de marzo del 2011 de cáncer pulmonar. Tenía 65 años. Hombre bueno, inteligente y generoso.

No me dio la gana quedarme con el vértigo de no saber qué venía después de eso, cómo reaccionar, qué pensar o qué hacer. Me puse a buscar respuestas. Encontré muchas, y las preguntas que quedan ya no me preocupan tanto como al principio.

Si estás cerca de algo así, en tiempo o espacio, este post es para ti.

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A mi papá no lo mató el cáncer sino la depresión. O más bien ambas cosas juntas.

Hace muchos años que venía desarrollándola. Supongo que no acabé de ayudar por varias razones: que mi familia paterna tiene un largo historial con ese trastorno, y al padecerlo yo mismo mucho rato no alcancé a reconocerlo. Siempre lo intuí, y hasta el 2008 no me percaté bien del problema –mi separación de una mujer depresiva (que nunca me ocultó lo que padecía) me hizo empezar a darme cuenta.

No pude ayudar mucho, estaba muy ocupado tratando de curarme yo. Ahora mismo no sé bien si era mi papel como hijo, y si hubiera logrado mucho de haberlo intentado, dado el carácter de la familia A.

Hacia el 2010 entre él, mis hermanas y yo remodelamos un poco la casa. El polvo de yeso y lo que la humedad despellejaba de las paredes nos dio una tos horrible a todos por varias semanas. De esas que tosías y se cerraba la garganta (¡totalmente!) hasta beber agua o algo. Eso, el cigarro, la carne roja, la depresión, y mudarme unos meses después (yo, su único hijo varón y el mayor)...

Todo se juntó. No existía poder que detuviera la sinergia de tantos males juntos.

Los males físicos me quedan clarísimos. Tan claros como el hecho de que la depresión empeoró las cosas terriblemente, y que sin ella (tal vez) mi papá seguiría con mi madre, esperándome el fin de semana.

Yo quiero hablar del otro tipo de males, sobre todo.

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Aquí iba a detallar cómo extraño la alegría de la carne asada en los cumpleaños, las anécdotas de chavo de barrio parrandero y ligador (que dejó en cuanto se casó para ser el padre que nunca faltó), los chistes y sobre todo verlo bailar con mi madre hasta caer de sueño o de risa...

Pero no. Por lo que sigue.

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El apego es el origen de muchos males. Todo acaba, todo muere, todo se va. Lo bueno, pero también lo malo. Y uno sólo puede funcionar al irse adaptando a eso.

Todo, dije: parejas, salud, enfermedades, alegrías, peleas con amigos, niñez, crisis de dinero, ahorros... todo.

Apegarse a lo que inevitablemente cambia (o sea, a cualquier cosa) es, como leí en alguna parte, "como enojarse con el viento porque nos despeina".

Escuché a alguien decir la siguiente metáfora respecto al duelo – Siempre tuviste un pastel completo, sabías de qué tamaño era, y sabías que estaba muy bien así, que no faltaba ni sobraba nada. Pero un día cortaron un pedazo. Hay dos opciones: o vives extrañando su forma y tamaño anterior, o lo acomodas para que se vea de nuevo completo, aunque sea más pequeño.

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Ninguna de estas ideas es mía. Pronto postearé la lista de cosas, gente, libros e ideas que me han ayudado.

A vivir, que a eso venimos.

ser inteligente como anticonceptivo

Qué feo es que la inteligencia (especialmente cuando es destacada) suele conducir a una vida triste, oscura, llena de recovecos que para efectos de crecer y multiplicarse son más bien inútiles.

O sea, a vida triste, destacadamente.

Pero lo más triste de todo, lo que más me jode, es que eso incluye a varias mujeres en otras circunstancias perfectamente ensabanables.